lunes, 13 de abril de 2020

Encontrarse con Cristo Resucitado

El Papa Francisco no deja de señalar la Cruz de Cristo como fuente de la misericordia, “del amor de Dios derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5). Busquemos en este “tiempo pascual” el encuentro con Jesús Resucitado, “rostro de la misericordia del Padre”.  

15° estación del "Vía Crucis Latinoamericano" de Adolfo Pérez Esquivel.

• ¡No reprimas tu llanto y tu tristeza!

Frente al sepulcro María de Magdala está llorando (cf. Jn 20,11-18). El que ha dado salud y sentido a su vida parece definitivamente ausente. María, sin embargo, no se deja paralizar; ella mira y observa, se acerca y retrocede, busca y pregunta. En este trance escucha dicho su nombre como solo Jesús lo puede decir. La alegría del reencuentro es inmensa y Jesús le confía la misión de anunciar que Él vive y hace vivir.

Este mismo día, “el primero de la semana”, dos discípulos dejan Jerusalén y caminan a Emaús (cf. Lc 24,13-35). Están hundidos y enfrascados en la tristeza, porque Jesús, su esperanza, parece haber fracasado en la cruz.  Jesús mismo se hace compañero de ruta, introduce en el entendimiento de las Escrituras, se hace reconocer con gozo en la Eucaristía y transforma la dimisión en misión.  

Nuestras tristezas y desilusiones también pueden ser oportunidades para un encuentro con el Resucitado que “llama a cada uno de sus ovejas por su nombre” (Jn 10,3), hace “arder el corazón” al revelar la misericordia del Padre y nos confía una misión que siempre será eclesial pero se debe teñir también con la experiencia de un encuentro único y personal con el Resucitado.


• Recuperar aliento.

Al atardecer de ese primer día de la semana, los discípulos están reunidos y las puertas de la casa trancadas. Tienen miedo de los judíos, miedo de correr la misma suerte que el maestro Jesús (cf.Jn 20,19-23).

No hagámonos los valientes. Nosotros también tenemos miedo de seguir coherentemente. Tenemos miedo de decir y hacer la verdad. Tenemos miedo de nadar contra la corriente. Tenemos miedo de iniciar y de defender un estilo de vida más humano y más solidario. Tenemos miedo de denunciar la violencia y hacer valer la misericordia.  


Jesús aparece en medio de los miedosos con un mensaje de paz. Su paso por la pasión y la muerte no ha podido alterar su compasión por la humanidad. Les señala sus heridas para convencerles que siempre nos amará con el amor del que entrega su vida por sus amigos.

La Biblia menciona el aliento de Dios al inicio de la vida. Ahora Jesús sopla sobre estos miedosos para que se levanten y asuman su misma misión. Para que en el aliento del Resucitado renazcan y enfrenten con el perdón y la misericordia lo que socava el reino de Dios.



• Sanar heridas.

Ocho días después, también era domingo, Tomás coloca sus dedos en las llagas del Señor y nos lega la hermosa confesión de fe: “Señor mío y Dios mío” (cf. Jn 20,24-29).  

En los relatos bíblicos de los encuentros con el Resucitado las llagas en el costado, las manos y los pies de Jesús anuncian que el amor que nos salva es martirial, brota de un corazón vulnerable. El amor de Dios hacia nosotros precisamente es compasivo, lo hace sufrir con nosotros. Las heridas en el cuerpo del Resucitado nos recuerdan “que no hay amor más grande que este: dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13), pero nos envían también a colocar nuestros dedos en las heridas visibles e invisibles de los que sufren y con quienes se identifica Jesús. Las llagas de Jesús nos anuncian que por misericordia hemos sido salvados para que, como el “buen samaritano” veamos al herido, sintamos compasión y nos hagamos su prójimo.

• ¡Vayan al mundo entero!

El Resucitado cita a sus discípulos en Galilea (cf. Mt 28,16-20), su tierra donde abundan pobres y marginados. El lugar del encuentro es el monte de la permanente tentación de cerrarnos a la misericordia del Padre y de negar misericordia al prójimo. Es el monte donde Jesús proclama: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. Es el monte donde el amor del Padre llena de luz y resplandor el rostro del Hijo, el amado y predilecto. Es el monte de la entrega del Espíritu de Jesús que derrama la misericordia de Dios en nuestros corazones y nos envía como Iglesia y discípulos de Jesús a reconocer que Dios nos amó primero, a involucrarnos en la solución de los problemas que diariamente aquejan a muchos, a acompañar al que está solo y deprimido, a ser como grano de trigo que muriendo origina vida nueva, a festejar en comunidad la experiencia de la misericordia de nuestro Dios (cf. E.G.24).


¡Anhelemos el encuentro con Cristo Resucitado, fuente y rostro de la  misericordia del Padre, presente en quienes esperan misericordia!


Reflexión del P. Matías Siebenaller (2016)

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