miércoles, 26 de febrero de 2014

Julio Arbizu: La protesta aquí, la protesta en Venezuela

Julio Arbizu González (Exprocurador anticorrupción)
Hace casi diez años, el abogado y sociólogo argentino Roberto Gargarella escribió un texto fundacional para la comprensión plena de las características de la protesta ciudadana. El libro tiene un título severo y provocador: El derecho a la protesta. El primer derecho, y en resumidas cuentas postula que el derecho a protestar garantiza la posibilidad de preservar todos los demás derechos fundamentales que le asisten al ciudadano. Sostiene Gargarella que después de haberlo delegado todo (el uso de la fuerza, el manejo de los recursos económicos, la administración de justicia, etc.), lo mínimo que el ciudadano puede reservarse para sí es su opción a disentir, su opinión contraria a cómo el Estado interviene en los espacios de la vida pública a través del despliegue de las tareas que se le han conferido. Esto, que para Gargarella es una premisa básica de la democracia, encuentra su manifestación más extrema en circunstancias de lo que llamó "desesperación jurídica", que es la postergación secular de algunos grupos sociales, la cancelación de sus demandas en las mesas públicas de discusión, lo que en opinión del jurista argentino muchas veces provoca el uso de herramientas maximalistas para cambiar esa realidad.

Gargarellla sugiere algo que, por más elementalmente jurídico que parezca, ha sido recurrente y convenientemente olvidado por quienes se han encargado de manera sistemática de satanizar la protesta y criminalizarla, incluso desde su dimensión colectiva: "Los derechos de uno terminan donde empiezan los de otro", es una frase que se ha repetido como una letanía del sentido común, desconociendo que los derechos, muchas veces, entran en conflicto, que el legislador tienen que resolver apelando a lógicas de justicia, proporcionalidad y razonabilidad.

Nuestra historia reciente nos ha dejado ejemplos de cómo la protesta se ha ido convirtiendo en una mala palabra, en un espacio en el que quien la ejerce como derecho, en realidad añora el regreso a las formas de violencia más aciagas de nuestra historia, lesiona drásticamente los estándares del crecimiento económico, genera inseguridad jurídica, e incluso hace que el primer funcionario público de la Nación sostenga cosas como "…ya está bueno. Estas personas no tienen corona, no son ciudadanos de primera clase. 400 mil nativos no pueden decirnos a 28 millones de peruanos: tú no tienes derecho de venir por aquí. De ninguna manera, eso es un error gravísimo y quien piense de esa manera quiere llevarnos a la irracionalidad y al retroceso primitivo en el pasado".

La reflexión de Gargarella no tiene un sesgo ideológico. No lo hay cuando el ciudadano protesta por la preservación de sus derechos, sean estos civiles, políticos, o también económicos, sociales y culturales. Por eso, las protestas en Venezuela y la represión desde el Estado merecen la condena de quienes creemos que la democracia debe sustentarse en el derecho a cuestionar las decisiones que pueden afectar a los colectivos, y la mejor forma de enfrentar esos cuestionamientos es el diálogo, la transparencia y la participación ciudadana.

Sin embargo, muchos de los que suelen demonizar cualquier acto de protesta en el Perú, los que desconocen por ejemplo el derecho a la negociación colectiva, los que encuentran remanentes de primitivismo en quienes defienden a sus apus de la contaminación, los que creen ciegamente en la triste prédica del "perro del hortelano", hoy se rasgan las vestiduras, demandan comunicados furibundos, se desgañitan pidiendo encausamientos por delitos contra la humanidad para los responsables en Venezuela. ¿Extraño, no? Queda saber si esto es mero oportunismo político o realmente estamos ante un cambio de rumbo en el pensamiento de algunos, y se empieza a entender que la discrepancia es base fundamental para una democracia sólida o, como decía Alberto Flores Galindo, es también otra manera de aproximarnos. (Diario 16 20/02/13)

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