viernes, 11 de abril de 2014

Podemos, debemos reaccionar


Felipe Zegarra R. (*)

“El juicio de Nüremberg”, obra presentada el reciente fin de semana por la Facultad de Derecho de la PUCP, expresamente conduce a pensar cómo el hábito de la tolerancia con el mal nos mueve a una primera reacción de indiferencia hacia él, y después a su aceptación y a la participación en él.

En el Perú, es para muchos muy claro que vivimos un clima de exclusión, encubierta de una notoria prescindencia de los que consideramos “diferentes”, así como de una creciente tendencia al consumismo. Eso, vinculado a las graves secuelas del conflicto armado interno (mayo 1980 hasta fines del siglo XX), ha generado una inusitada violencia que produce una gran inseguridad.

Frente a este ambiente, se me viene a la memoria un texto del más antiguo de los Evangelios, que ahora me limito a presentar en su primera parte: “Al llegar el sábado, entró Jesús en la sinagoga, y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Marcos 1,21-22). Escribas y Jesús tenían, de hecho, funciones de “maestros”, pero mientras que los primeros reclamaban –de una u otra forma- que les fuera reconocida una autoridad vertical, Jesús, simplemente “tenía” esa autoridad, era “autor” de su propia enseñanza acerca de Dios. Otros muchos textos lo muestran cercano a la gente –en su mayoría pobres, campesinos o trabajadores manuales (“gente de la tierra”)- a los que la sociedad de entonces trataba como pecadores y aún como pecadores públicos.

Modificar comportamientos y actitudes
Traer a colación este texto y la actitud de Jesús tiene mucho que ver con Francisco, el obispo de Roma, que desde allí es el eje de la comunión eclesial. Si algo llama la atención en él, es que se comporta con toda naturalidad, se reconoce como un ser humano cualquiera, incluso como un pecador, que se acerca al confesionario como cualquier creyente.

Jesús, y Francisco como seguidor de Jesús, llaman a la Iglesia y a todos los auténticamente cristianos a modificar comportamientos y actitudes, a acercarse fraternalmente a todas y todos, en especial a los menos útiles e “interesantes”, a niños y ancianos, a migrantes y enfermos, a presos y habitantes de barriadas, etc. Llama a aproximarse a toda persona, sin exclusión, con la fuerza de la misericordia y de la ternura y, cuando alguien se reconoce pecador -¡ojo!, no psicológicamente culposo- invita a disponerse al cambio de conductas y de orientación de vida.

¿No es acaso esa conversión algo que necesitamos realizar con urgencia en nuestra convivencia nacional, desde arriba y desde abajo, como base de una reacción frente a la violencia y a su partera, la indiferencia ante los otros seres humanos?

(*) Sacerdote y teólogo

La República. 11 de abril, 2014